viernes, 3 de abril de 2009

Un cuento


El secreto violado

Son pocas las veces que esa ventana se abre a esta hora, dijo Matilde, mirando hacia el chalet de enfrente.
Su tía Elena, guardaba silencio mientras hacía las tostadas de la mañana, la cocina se llenaba de ese aroma que hace que una casa sea una casa, y que todo se ponga en movimiento.
-No te llama la atención que esté cerrado casi todo el día, y a veces, sólo a veces se ve que hay alguien allí? insistía.

Elena, manipulaba los panes y la manteca, distribuía las tazas y cucharas sobre la mesa, las servilletas de papel con maripositas verdes, mientras parecía no afectarse por las intrigas de Matilde.
-No te interesa cómo viven los de enfrente? que raro... Hace tantos años que vivís aquí, y nunca hablás de ellos…
Matilde pasaba sus vacaciones en la casa de su anciana tía en San Lorenzo. Las montañas eran el marco ideal de su descanso. El color de las hortensias, la casa colonial que siempre cobijaba el sosiego familiar.
Elena vivía allí en esa ciudad arriba del cerro desde su nacimiento. La casa mantenía intacta la fachada de un pasado pródigo de próceres y promesas incumplidas.
Elena cuidaba los detalles para que el paso del tiempo acentuara el porte de solidez y alcurnia de la casona.
Lo único que había cambiado en estos años, era el color de las paredes. Después de la muerte de su padre, el amarillo original del frente, se hizo ocre, pero cuando murió su madre, volvió al amarillo original.
Enfrente.
Elena no miraba para Enfrente.
Ella tenía el rechazo, enfrente.
Enfrente había un chalet americano, que no respetaba la arquitectura colonial del barrio. Grandes ventanales, un techo de pizarras negras que casi tocaban el suelo, un pequeño espacio verde en la entrada y un garaje demasiado grande para esa zona tradicional salteña.
El chalet de enfrente, blanco siempre blanco, ventanas cerradas durante casi todo el día y un jardín donde las plantas crecen solas porque el agua de lluvia llega siempre un poco después de lo esperado, y los vecinos miran mustios la fachada de esa casa extranjera con cierto desprecio.
-Será una mujer que vive allí? Un hombre? no creo que vivan muchos... está todo muy cerrado... decía Matilde una y otra vez.
Elena, a veces parecía no escuchar las intencionales preguntas de la joven, y a veces dejaba escapar un: no sé quien vive... quizás ya no vive nadie... yo tampoco veo a nadie últimamente.
Esa mañana se abrió una ventana.
-Hay alguien enfrente.
Matilde se puso a mirar y le pareció ver una figura femenina, caminar detrás de una cortina. Agudizó la mirada: era una mujer, si, era una mujer delgada, alta, tenía algo en el cabello, algo que lo prendía por la nuca y caminaba por la casa en penumbras, se movía despacio, abría algún cajón de algún mueble oscuro en la sala a oscuras...
-Alguien está caminando en la sala de la casa de enfrente.
-Allí no hay sala, allí hay living... decía Elena, que desconfiaba de todo lo que había nacido después de la muerte de sus padres.
Sus padres. Enfrente. Su padre.
Cuando murió su padre. La ciudad entera subió al cerro. Un entierro solemne para el Dr. Camilo Saravia, abogado civil, político de pura cepa salteña, Ex Gobernador.
Toda Salta acudió al entierro, amigos y enemigos. Nadie quiso faltar. Estaba la alcurnia mezclada con la gente de los sindicatos que le dieron al Dr. Camilo Saravia, los votos del triunfo provincial del 54.
Estuvieron las autoridades de la Gobernación actual, esos hijos de nuevos ricos, corruptos que todos saludaban con cierto recelo. Estuvieron las cocineras de la Gobernación, las secretarias de la gobernación, los asesores de su gobierno, los correligionarios, el cura párroco haciéndose acompañar por ese curita joven, que tanto detestaba Elena. Estuvo la comadre Aurelia, que subió desde Cafayate con la ahijada tonta y tullida del Dr. Camilo a quien mantenía desde hacía 20 años. Estuvo Fermín, el jardinero, con su esposa y sus hijitos todos vestidos con trajecitos negros y caritas de pompa. Estuvo la Ignacia, la viuda de al lado, que lloraba en silencio sentada en su silla de ruedas a un costado del cajón. Estuvieron los cuñados de La Ciénaga, compungidos.
El Ex – Gobernador fue velado en su propia casa en la Sala donde solía atender a los clientes y donde recibía todas las tardecitas a los viejos amigos para beber su cognac y hablar de política…La gente iba pasando durante las largas horas de los dos días de velorio, como correspondía a su jerarquía social, pero el calor y las moscas, que tampoco habían faltado al evento, hacían de este honorable sepelio de verano, una noticia social de relevancia.
Ya por las 11 de la mañana, cuando su esposa Doña Consuelo y Elena, la única hija, junto a las primas de Cerrillos, y los cuñados de la Ciénaga se acercaban al ataúd para la última despedida, entró en la sala Eustaquio, su chofer, su hombre de confianza, la sombra en todos los actos de su historia pública, la mano que le había cerrado los ojos al abandonar este mundo, el hombre que mejor conocía su altura y sus bajezas.
Eustaquio entró a la Sala y sin saludar a nadie de la familia se acercó al muerto, como si tuviese que aprovechar ese último minuto cara a cara y con una decisión que no se le conocía habló.
Algo se derrumbó por un momento, a puertas cerradas Eustaquio habló.
Habló y habló durante 5 minutos violando uno de los secretos mejores guardados del Excelentísimo Dr. Camilo Saravia.
Elena, su amada y única hija, que en ese momento llegaba casi a los 40 años, abandonó para siempre su lugar de única.
Otra hija del Dr. Saravia, Elisa que en ese momento llegaba casi a los 40 años, estaba allí mismo detrás de la puerta de la sala ahora mortuoria, esperando a que Eustaquio hablara para poder entrar en escena con su derecho filial.

Nunca pasó ese umbral.
Una mujer violada, sigue siendo una mujer? Y un secreto violado? sigue siendo un secreto?
Nunca fue reconocida, ni compartió la herencia.
Elisa quedó oculta y Elena la ve sólo las pocas veces, que su ventana se abre a esta hora.


Marcela Villavella

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